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Mi fantasía.

¿Quieres que hablemos de mi fantasía?, está bien. Hemos coincidido, no sé, ¿cincuenta veces?, en el ascensor. Coincidencia. Aunque supongo que somos legión bajando o subiendo ascensores a primera hora de la mañana. Sé que trabajas a turnos porque hay temporadas que desapareces, así, de repente. Sé a qué hueles, uhmm; jengibre, limón y bergamota. Sé que últimamente llevas un perfume nuevo, no es tu perfume habitual, que por cierto, me encanta. Y el bálsamo que te pones tras el afeitado. Sé que finges revisar las redes sociales en tu smartphone porque cuando coincidimos ese número determinado de plantas, cayendo, cayendo no tan lentamente como quisiéramos caer, te pones nervioso y no sabes qué hacer y temes que se te note. Y por cierto, también sé que me dejas pasar primero con la oculta intención de mirarme el trasero. Tranquilo. Yo haría lo mismo. Sé cómo te llamas, lo miré en tu buzón, por eso también sé que vives solo. Sé que no siempre cantas en la ducha, ni cantas todo lo qu...

Un trabajo cualquiera.

Una ciudad cualquiera del norte de España un día cualquiera, frío y lluvioso de noviembre. Voy en coche y ni siquiera me he quitado la chaqueta. Me pregunto de camino cómo será ella. Reconozco que al principio la idea de trabajar para una puta me resultaba como poco insólita. ¿No se supone que es ella quién debería de hacerme el trabajo a mí? Parece ser que se trata, al fin y al cabo, de un spot para internet. Uno más. Algo fino, me aseguraron.  Y en cuestión de segundos, acicateado por la acuciante situación económica que me ocupa y por qué negarlo, tentado por el innegable matiz concupiscente del asunto, acepté hacerlo. Tampoco es que fuese a suponerme demasiado tiempo, vamos, que en una hora o menos liquidado. Y aquí me tienes, en la calle, buscando el sexto B. —¿Sí? —Hola, vengo a rodar un anuncio (…) —Sí, te esperaba. ¿Abrió? —Sí, sí... ¡gracias! Los nervios comienzan a apoderarse de mí. Me sudan las manos. Planta 1, me miro en el espejo, pla...

Animal.

Me miras mientras montas al resto de las hembras del grupo. Vigilas desde cerca cada paso que doy. ¡Y pobre del macho que ose poner sus manos sobre mí! No tengo la mínima posibilidad de intercambiar fluidos con otro que no seas tú. Y la verdad, ni falta. Contigo voy bien servida. Además, gozar del favor sexual (y por ende, la tutela) del líder es, para una mujer madura que ha llegado buscando asilo, mucho más de lo que podría soñar. Sin duda mi exótica apariencia, mi olor, mis modales insumisos te tientan y turban a partes iguales. Pero ya empiezo a cansarme de ser tu pelele, y hoy me apetece romper con este reglamento obsoleto. Tras correrte, como siempre, te dejas caer a un lado desfallecido. A mí, como siempre, no me ha dado tiempo. Y prometo que cada uno de tus envites me sube un poco más al cielo. Pero tú, sin otro particular que marcarme con una descarga, eres más rápido. Me acerco a tu yacija con prudencia, mostrando sumisión, como haría cualquier miembro del clan. Tu ol...

Granada.

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Océanos de eriales y sembradíos que naufragar… Caminos que son mareas. Atardeceres como trazos de acuarela viniéndose desde el cielo. Plumas con forma de nubes donde hundirnos, huir, flotar. Abriendo los alveolos. Sintiéndonos en silencio. Haciendo de dos uno solo. La luna ardía a nuestro paso tensando y menguando la sombra de los cipreses como en la “Noche estrellada” de Van Gogh. Y yo, sin creer aún que eras cierto te miraba –Llévame amor a esas eras -en medio de la nada, a un siglo de la realidad, a un milímetro del sueño- y hazme el amor hasta que de amor muera… El negro más oscuro que jamás unos ojos abiertos hayan contemplado, me incitaba a abandonar el pensamiento a su suerte. En esa especie de nada, donde nada tenía color, y todo tenía cabida, donde nadie podría vernos. Ni estrellas, ni pueblos, ni farolillos. Negro, absolutamente íntimo y negro (como en la habitación donde esta noche dormir quisiera). Nada ni nadie para dar fe de nuestro encuentro. Llegamos por fin a Gran...

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Al país de la desidia se han fugado mis latidos, y de esta escombrera en la que me he convertido, hasta las ratas se han ido. Cual tilo de otoño lacio voy deshojando uno a uno mis anhelos. Vago sin verso, sin rumbo ni destino. Noto el cuajo de mis venas, las miradas críticas, el pulso dormido. Lábil equilibrio del que pendo, escarcha hecha aliento. No hay nada más triste que saber a La Alhambra sin sabernos, no saber a qué sabe el vino alpujarreño ni a que huelen las hojitas del olivo. No hay nada peor sabido que no saberte remiendo para este descosido. Y aquél faro de aquél piélago perdido, habrá de apagar su luz sin habernos dado lumbre en el camino. Desde que tú te marchaste me he sindicado a la amargura, moro en la desgana de los dedos, “ya sólo espero el derribo”, me anticipo a los epílogos, para salir de la cama he olvidado los motivos. Se ha emancipado mi cuerpo cansado de ser la sombra de un vivo que cree estar muerto, apenas los huesos de un saco vagando por...

Lisboa.

Primerísimo primer plano de mis maxigafas de sol negras a lo Jackie Kennedy. Poco a poco el plano se abre para aclarar que soy yo mirando hacia la sucursal bancaria a través del espejo retrovisor de nuestro 458 Italia. Me siento inquieta, pero segura. Hace calor, quizás 35°C, puede que más, no corre el aire. Únicamente el grato ronroneo del motor en marcha y el “do, re, mi, fa” de mi izquierda sobre el marco de la ventanilla, quiebran el silencio. Juez y verdugo el sol desde su cénit, nos fustiga exacerbado a través del parabrisas. Abres la puerta del copiloto y lanzas una bolsa deportiva hacia la parte trasera, te sientas con cierta urgencia apoyando por completo la espalda sobre la tapicería de piel. Percibo con agrado el soplo de un perfume nuevo y ese sonido tan característico de dermis contra cuero. —¡Vamos, vamos, vamos! —exclamas excitado con media sonrisa en los labios mientras enciendes un cigarrillo— ¡en nada les tenemos encima! Lo pongo de cero a cien en 5 s. Busco ...

El Hammam.

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Procedía del África Oriental. Probablemente de Abisinia o Eritrea. El bruno de su piel y un sinfín de rasgos imperceptibles a simple vista y que solo alguien dedicado durante décadas a la trata de esclavos podría reconocer, así lo ponían de manifiesto. Escarificaciones, perforaciones, el corte de pelo, el porte e incluso la postura corporal eran datos a tener en cuenta mucho antes de firmar cualquier contrato de compraventa. En sus ojos hialinos de nívea esclerótica podía ser leída su edad y su estado de salud pero por encima de todo, su mirada delataba el pavor de hallarse lejos del hogar. A muchas jornadas de la tierra que le vio crecer, rodeado de gentes que no hablaban ni entendían ni mucho menos pretendían entender su propia lengua. Juzgado y condenado solo dios sabe por qué. Pues ¿qué pecado podría haber cometido un pastor camita de apenas veinte años que improbablemente habría franqueado siquiera los sembradíos de su aldea, para ir a parar a un lugar como aquél más cercano a ...