El Hammam.

Procedía del África Oriental. Probablemente de Abisinia o Eritrea. El bruno de su piel y un sinfín de rasgos imperceptibles a simple vista y que solo alguien dedicado durante décadas a la trata de esclavos podría reconocer, así lo ponían de manifiesto. Escarificaciones, perforaciones, el corte de pelo, el porte e incluso la postura corporal eran datos a tener en cuenta mucho antes de firmar cualquier contrato de compraventa.

En sus ojos hialinos de nívea esclerótica podía ser leída su edad y su estado de salud pero por encima de todo, su mirada delataba el pavor de hallarse lejos del hogar. A muchas jornadas de la tierra que le vio crecer, rodeado de gentes que no hablaban ni entendían ni mucho menos pretendían entender su propia lengua. Juzgado y condenado solo dios sabe por qué. Pues ¿qué pecado podría haber cometido un pastor camita de apenas veinte años que improbablemente habría franqueado siquiera los sembradíos de su aldea, para ir a parar a un lugar como aquél más cercano a las puertas del averno que a la capital del mundo civilizado?

Afortunadamente, por tratarse de mercadería para servidumbre, no corrió la misma suerte que muchos de sus coterráneos reclutados por la fuerza para servir y morir en galeras y es que dada su finalidad, sus captores obraban con mayor condescendencia en lo que al maltrato físico se refería tanto durante la captura como en el transporte, evitándose en todo momento fracturas e incisiones que diesen fe del castigo. Sin embargo dicho atenuante no le eximía de las hambrunas durante el largo y tedioso viaje por mar y otro tipo de vejaciones menos ortodoxas.

En un flanco determinado del bedestan cerca de los gremios de artesanos; ojeadores, contratistas y caciques, como si de una jauría encolerizada se tratase, se aglutinaban los unos sobre los otros a fin de sopesar la mercancía recién llegada, acercándose a las filas de reos tanto como podían. Nadie compraba un esclavo sin antes haber examinado con minuciosidad sus cualidades físicas y motoras, su vitalidad, vigor y fortaleza. De este balance podría concluirse qué función le sería encomendada al cautivo desde el momento del acuerdo hasta su muerte por enfermedad, maltrato, suicidio o las menos, una más que improbable manumisión. Como si de cabezas de ganado se tratase, los compradores inspeccionaban sus dentaduras, oídos, uñas, párpados y genitales en busca de posibles malformaciones, parásitos o síntomas de enfermedad. Circunstancia esta última que a menudo con argucia simulaban los marchantes con pinturas oleosas dando color o atenuándolo según que caso.

Y a tal efecto, se exponían despojados de su ropa. Atados con rudimentarios grilletes que oprimían y laceraban cuello, muñecas y tobillos. Se trataba en su mayoría de prisioneros de guerra traídos de cualquier territorio anejo a Bizancio, pero también abundaban niños y niñas de corta de edad vendidos o simplemente entregados por unos padres que no podían correr con su manutención. Tributos incautados en Rusia, Crimea o Armenia por las Hordas de Oro. Negros del África arrancados de sus tribus, embarcados desde los puertos de Melinde, Mombasa y Mogadishu a través del golfo arábigo hasta Constantinopla. Ciudad de ciudades. Amalgama multiétnica, politeísta y plurilingüe donde romano, griego e islámico se unían conformando una miscelánea única que supo conservar lo mejor y lo peor de cada pueblo.

Por aquel entonces, la metrópolis era un hervidero de gentes venidas de toda la cuenca Mediterránea que vivían hacinadas en casas de adobe y arcilla. La red de alcantarillado y las cloacas, infraestructuras heredadas de edades romanas, sufrían tal deterioro que el hedor en el mercado era insoportable. En la atmósfera, los más nauseabundos efluvios causados por el pescado y la carne en putrefacción, las heces y los orines competían a duras penas con la fragancia de las más delicadas especias, exóticos inciensos y perfumes venidos del lejano oriente. Este y no otro era el motivo por el cual rara era la ocasión en que una dama de la alta sociedad se dejaba ver por el mercado, más tratándose este de un menester, el del comercio de esclavos, hecho por y para los hombres. Pero su marido, un aristócrata venido a menos dedicado ahora al comercio de maderas con Asia a través de la ruta de la seda, podía pasar varias lunas fuera del país y de este modo, a ella no le quedaba otro remedio que ocuparse de todo lo concerniente a la casa y por extensión, al servicio doméstico. En cualquier caso, el verdadero motivo por el cual aquella mañana del otoño de 1318 Anno Domini, la mujer del doux se aproximaba a las tristes tribunas de esclavos no era sino poder calibrar de primera mano su próxima adquisición.

Como pudo medró entre el gentío que se agolpaba a los pies del puesto de carne donde los esclavos, en grupos de a diez y numerados según sexo, edad o provecho eran expuestos por los negreros, hasta situarse en las primeras filas.

El pueblo tendía al uso del griego, el estado al romano, y si a esto le añadimos las múltiples procedencias de una ciudadanía compuesta por todo tipo de etnias en la gran puerta de Asia desde Europa, el resultado era una especie de Babel vociferante e ininteligible. No obstante, un siervo la escoltaba en todo momento, pues a pesar de ejercer el papel de dómina del hogar en ausencia de su marido, era impensable ver a fémina alguna, independiente de su clase o condición social, realizando cualquier tipo de transacción económica.

Escrutando desde un rostro prácticamente cubierto por una túnica de lino ocre, sus grandes ojos miel serpentearon hasta dar con el joven asustado. La dama recorrió con disimulo la anatomía del efebo. Sus extremidades, sus rasgos faciales, su torso, sus manos, el tamaño y la forma de su miembro y sobre todo, sus glúteos. Un gesto de conformidad bastó para que el siervo comprendiese que el camelita era el elegido.







La Villa de los duques se erguía solemne, ajena al paso de los lustros entre olmos y cipreses a una milla escasa de la urbe. Sin duda un emplazamiento privilegiado lo suficientemente cerca para albergar a sus moradores al amparo de las murallas, lo suficientemente alejada para eludir el hedor de la polis.

Se hundía el sol en el Bósforo irradiando los paisajes con reflejos que iban del carmesí al ambarino, cuando el reo precedido del sirviente, franqueaban el pórtico que daba a un patio interior iluminado por los rayos que se colaban a través de las vidrieras de un ajimez. La vivienda conservaba vestigios romanos en su estructura aunque las paredes, alicatadas con teselas de cristal policromado conformando hermosos mosaicos, ponían de manifiesto el incipiente estilo helenístico que sus dueños, en un afán por simular con áulicos dorados la sencillez de la piedra y el barro, pretendían ensalzar.

En la estancia “hararet”del hamam las luces del atardecer se descolgaban como caireles desde la cúpula salpicada de pequeños orificios vidriados, en un juego de colores difuminados por el hálito que el agua al entrar en contacto con el calor de las calderas, producía. No había sonido alguno que no fuese el repiquetear de las minúsculas lágrimas estrellándose contra el mármol del suelo. Dos bellas fámulas terminaban de llenar una artesa de cobre con agua previamente caldeada al fuego. El esclavo, ya sin los grilletes de cuello y tobillos, pero conservando aún sus manos esposadas al frente - con toda probabilidad permanecería de este modo un mes más pues toda precaución era poca teniendo en cuenta que un alto porcentaje de prisioneros huía robando o asesinando a sus señores -, fue conducido hacia el fondo de la sala donde se hallaba la tina de agua.

La densa neblina le impedía adivinar forma o figura alguna. Apenas el tenue haz de luz irradiado de diversos farolillos donde se fundían tardas las velas de té. El fresco aroma del eucalipto se colaba abnegando sus pulmones. Causándole una agradable sensación de bienestar. -(¿Será esto lo que sienten las aves cuando surcan las nubes?)

El sirviente se retiró cerrando la puerta a su paso.

-¡Le quiero impecable y le quiero ya! -manifestó la dama con voz autoritaria desde una esquina de la estancia.

La mayor de las siervas que no superaba la veintena, tiró con fuerza de las muñecas del esclavo invitándole a introducirse en la tina que desprendía vapor de agua perfumada de nardo y azafrán. No podía comprender aquella situación tan desconcertante. El cálido abrazo del agua que dada su altura le llegaba hasta los muslos, le envolvió en una paz indescriptible, tanta que no pudo contener su esfínter uretral orinándose encima. Mientras la mayor iba vertiendo sobre su cuerpo emponzoñado agua limpia de una tinaja de alabastro, la más joven frotaba su piel con un rudimentario guante de crin impregnado en una especie de ungüento arenisco que hacía las veces de exfoliante. Para la higiene bucodental empleó ramas de areca y betel. Recorrió con ímpetu cada resquicio de aquella silueta interminable y hermosa que temblaba confusa entre el miedo y el placer. Aplicó en su crespo cabello una emulsión de nardo. Frotó con esmero sus uñas. Y entre sus nalgas y axilas. Y bajo su escroto. Descendió hasta sus pies y ascendió poniendo especial ahínco en la cara interna de sus desarrollados muslos. El cuerpo del esclavo iba tornando de una a otra tonalidad de negro y ahora podía apreciarse mejor el vello corporal que recubría toda su dermis, y sus lunares y sus pliegues y sus cicatrices.

Una vez hubieron retirado hasta la última escama de piel muerta, la mayor de las sirvientas le invitó a salir y a tumbarse sobre el “göbek taşi”, - una especie de cenotafio de mármol que albergaba los hornos -, y allí procedieron a embeberle cuidadosamente, como si de una reliquia se tratase con un peştemal de algodón perfumado.



Seguidamente se esmeraron en ungir toda su dermis con aceites aromáticos.

-(¿Será este el rito purificante que precede a la ingesta como hacemos nosotros con las vacas watusi?) -debió de pensar el joven que jamás habría experimentado hasta la fecha los placeres del baño turco-romano.

Después de una intensa friega que casi le aboca al sueño, le hicieron ponerse en pie sobre una peana de teca que había a escasos metros en el suelo…

Y entonces sintió como unas manos separaban sus glúteos y algo franqueaba su orificio más secreto e íntimo. Sorprendido giró la cabeza para comprobar con cierto rubor y escándalo como una de las siervas le introducía un dedo untado en aceite de argán y realizaba una serie de maniobras desconcertantemente placenteras.

Entonces se le pasaron por la cabeza todas las penurias que habría soportado desde que la horda de piratas asedió su poblado incendiando las chozas de paja, violando a sus mujeres robando grano y ganado y degollando el cuello de todo aquél que se resistiese a hacerse prisionero. Hasta el dolor que le había infringido el óxido de las argollas en sus articulaciones. Y fue entonces cuando decidió no mostrar oposición alguna ante el plan que para con él tuviesen aquellas gentes de piel cetrina.

Cuando regresó de sus ensoñaciones, sus manos prisioneras del grillete, impelían involuntariamente la cabeza de la más joven de las tellak contra su sexo. Esta, con un movimiento lento pero constante, le practicaba arrodillada la más deliciosa e intensa de las felaciones como prefacio para lo que vendría a continuación. De su falo circuncidado pendía un glande amaranto y brillante que aquellos labios expertos cincelaban dándole un nuevo lustre, una nueva forma y una nueva dimensión. No tardó en pasar del reposo a la exaltación.

Fue en ese preciso, precioso intervalo entre un estado y el otro, cuando la mujer que ya llevaba demasiado tiempo observando la escena de un modo pasivo, no quiso o no pudo esperar más.

–¡Retírense por favor! - apuró el último trago de la copa de hipocrás y dejándola a un lado caminó lentamente hacía el reo.

Una vez a su altura se detuvo, acunó con suavidad sus testículos y evitando su mirada le dijo -¿has estado alguna vez con una mujer como yo? -obviamente el africano no entendió ni una sola palabra, -tranquilo, no voy a hacerte daño -sentenció con cierto desdén.

Se giró dándole la espalda, deshizo el cíngulo que ensalzaba el talle de su cintura, soltó la fíbula que sujetaba sobre su hombro izquierdo el peplo y dejó que la prenda empapada se desplomase en el suelo. Parecían obvias sus intenciones. El joven no vaciló en acercarse a ella. Con las manos ligeramente elevadas le imploró sin articular palabra alguna una exención que nunca llegaría, quizás con la mera intención de hacer uso de ese esencial sentido que es el tacto. A este ruego ella haría caso omiso. La dama tendió su vientre sobre el göbek taşi de piedra caliente flexionando sus brazos bajo su cabeza y así, ofreciendo su sexo almibarado, aguardaba ser tomada por aquél animal salvaje que ahora lucía lustroso y perfumado como si de un ángel negro se tratara.

Se acercó desde atrás buscando con más torpeza que acierto la vulva de la mujer que se afanaba en separar las piernas y enarbolarse, como si de un celo desmesurado fuese víctima, para facilitar en la medida de lo posible que su semental particular la montase. Una vez hubo acertado con su punto acogedor y rezumante, no halló dificultad para entrar.

Con toda probabilidad esta sería la primera vez pero hay oficios que no requieren instrucción y así, allí, sin apenas ver más allá de las gotas que perlaban aquellas hermosas caderas aceitunadas que le exhortaban a pasar, comenzó a hendirse en ella. El sonido del agua derramándose desde la bóveda, era roto ahora por el gemido de la dama que pugnaba por hacerse grito conforme su reo aumentaba en tamaño, ritmo e intensidad posiblemente librando este sobre su carne generosa toda la rabia contenida hasta el momento.

El hecho de hallarse inmovilizado parcialmente no le supuso ningún tipo de inconveniente pues con gran maestría supo canalizar toda su energía a través de sus hercúleos glúteos envistiendo a su hermosa hembra con tanta violencia que la huella de sus rozaduras tardaría días en desvanecerse. Pero a ella, en ese momento, poco o nada le importaban las secuelas pues por un instante se sentía especialmente viva y si algo sabía de la vida era que el vivir causaba heridas.

Apenas transcurrido un instante el esclavo se vertió en ella anegándola con una violenta y espasmódica eyaculación mientras, al unísono, su dama se estremecía en un gemido, esta vez no contenido, que viajó mucho más allá de las paredes del hamam.

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